Cansada. Así me siento cuando trato de encajar todas las piezas de un puzle que no se corresponden con la imagen de la caja.

Porque esa imagen perfecta, estática e inalterable es una instantánea puntual. Pero la vida, valga la redundancia, tiene vida propia y se empeña en seguir su propio curso, escapando a mi control.

Y por mucho que haga mis planes, me organice y mueva los hilos con gracia como una experta titiritera a veces me sorprendo frustrada al darme cuenta de que no conseguiré alcanzar esa sobrevalorada perfección.

El coste de la perfección

Buscando la  ansiada conciliación me observo  pedaleando en la bici en el comedor de casa mientras aprovecho para leer, parando cada dos por tres a subrayar lo importante y cada tres por dos a poner paz en la guerra que desatan mis pequeñas en la habitación de al lado. Sin querer mirar alrededor las miles de tareas pendientes de hacer porque no me da la vida, tratando de ignorar el ordenador que con su presencia me manda mensajes silenciosos  recordándome los “debería” y “tendría que”  que acumulo en mi agenda.

Y justo en el instante en el que dudo si abandonar y bajarme del mundo me encuentro con esta reflexión del último libro de Fernando Botella: “La vida es caos, y sin embargo estamos buscando permanentemente el control de las cosas”

Y me detengo. Y respiro. Y por fin encuentro la pieza que hace que todo encaje:

La perfección tiene un coste demasiado alto que a estas alturas de la vida no estoy dispuesta a pagar.

Quizás será cuestión de aprender a vivir en este mundo caótico que escapa a nuestro control.

Quizás será mejor aprender a amar la imperfección, dejar de perseguir nuestra mejor versión y simplemente construir cada día una versión ligeramente mejorada.

Sin perfecciones, sin exigencias, sin ese afán de control agotador.

Porque quizás así podremos saborear plenamente nuestro paso por la vida.

Natalia Ruiz